Hero Image

Noticias

Opinión | Detectores de sentido común

Por: Vicente Lorca, subdirector Dirección de Innovación de la Facultad de Ingeniería UDD.

En un país donde la política prefiere la emergencia a la raíz, la “Ley de Detectores de Metales en Colegios” ha sido impulsada a toda velocidad. En marzo de 2025, ocho diputados presentaron un proyecto respaldado por algunos alcaldes, tras hechos violentos en establecimientos como el Colegio Nuevos Horizontes en San Pedro de la Paz. Sin embargo, esta reacción no es una respuesta a una emergencia, sino un gesto simbólico de campaña que al parecer ya partió.

Los datos muestran que la violencia escolar es real, pero no se combate con arcos metálicos. Según la Superintendencia de Educación, entre 2022 y el primer semestre de 2024 las denuncias crecieron un 42,6%, alcanzando 7.523 casos solo en 2024. En 2023, el sistema recibió 4.502 denuncias solo por maltrato entre estudiantes, la segunda cifra más alta en una década. Además, en la última década las denuncias por problemas graves de convivencia escolar han subido un 58%, totales que superan los 12.300 en 2023. Datos concretos, preocupantes, sí, pero exigen respuestas de fondo, no soluciones escenográficas.

Vicente lorca

Pese a esto, la ley que “autoriza” detectores deja en manos de los sostenedores —municipales o privados— la decisión de instalarlos. No hay claridad sobre quién financiará estos equipos, y menos aún sobre su mantenimiento o personal especializado. ¿El Estado financiará todo?

Lo preocupante es que el proyecto avanza sin discutir lo esencial: ¿quién financiará esta tecnología? ¿Quién la operará? ¿Con qué criterios? En la práctica, la ley “autoriza” pero no garantiza nada, salvo que quienes puedan pagar, lo harán, y quienes no, quedarán al margen. Porque instalar un arco detector de metales no cuesta solo dinero: cuesta formación, protocolo, presencia profesional y, sobre todo, sentido pedagógico.

Y ahí es donde la aberración se hace más nítida. Según cifras del Mineduc, menos del 8% de los colegios cuentan con profesionales de apoyo psicosocial permanentes. Hay establecimientos con 1 psicólogo para más de 1.000 estudiantes. ¿De verdad creemos que un arco metálico puede suplantar el rol de un adulto significativo, de una red de contención, de una comunidad que dialoga?

Lo que esta ley instala, más que seguridad, es sospecha. El mensaje es claro y brutal: «te vamos a revisar antes de educarte». Se invierte el principio básico de toda pedagogía democrática: confiar antes que controlar. Y cuando el estudiante se transforma en sospechoso antes que sujeto, no solo se pierde el vínculo; se instala el miedo como método.

No hay un plan integral detrás, ni una mirada de largo plazo. No se habla de convivencia, ni de recursos emocionales, ni de políticas de inclusión. Solo se construyen nuevas fronteras al interior de un sistema que ya está fragmentado.

No se trata de intensificar los mecanismos de control y vigilancia sobre los cuerpos de niños y jóvenes, sino de restituir la confianza perdida en la convivencia escolar, en la palabra como herramienta de resolución, y en la escuela como espacio de encuentro. Porque, en el fondo, la violencia no se oculta entre los objetos que los estudiantes traen en sus mochilas, sino que se manifiesta —de forma silenciosa pero persistente— a través de las fracturas sociales, las carencias afectivas y las condiciones de abandono estructural que el sistema, una y otra vez, se niega a mirar de frente.

Lo más grave es que, lejos de ser una política estructural, esta es una pieza más del marketing legislativo.